El perfume de Nadjube

Julio César Hernández  Benítez

I
Apareció un día más como tantos otros. Caminó lentamente entre las calles cuya arquitectura recordaba diversas épocas. Combinaciones de Art Déco, Art Nouveau y Gótico. Miraba con atención desmedida a quienes pasaban a su lado: niños vendiendo dulces entre los carros, comerciantes, restauranteros abriendo sus negocios. Se detenía a leer los encabezados de los periódicos. Luego, entraba en algún café cercano a la oficina de correos, desde donde pudiera ver cuando abrieran. Bebía tres tazas de café sin azúcar. Gustaba de ese olor a campo, la imagen del vapor saliendo de la taza.


II
Diciembre se levantó, como de costumbre, con el sonar punzante del despertador que le arrebataba la posibilidad de un segundo más de sueño. 

Se metía a la regadera, luego preparaba el desayuno, se cambiaba para el trabajo. La ruta, siempre la misma. Todos los días pasaba frente a los cafés donde en alguno, Ella permanecía sentada. Él era el sinónimo de las nueve da la mañana y no tardarían en abrir.


III
A la media hora de ver pasar a Diciembre, Nadjube entraba en la oficina.

Al principio él no se daba cuenta de su presencia. Siempre atendía de manera mecánica, con ese hartazgo y desamor al que orilla la costumbre del trabajo diario no deseado. 

Los mismos gestos con la falta total de ánimo. ¿A provincia?, ¿aquí, a la ciudad? ¿al extranjero? ―eran las preguntas repetidas varias veces al día durante todas las jornadas. Pesaba las cartas, y de acuerdo al peso entregaba los timbres postales y el precio del envío.

Ella, tenía igualmente esa actitud desinteresada en cada cosa. Llevaba tiempo acudiendo frecuentemente al correo. Cartas por igual, al interior del país, o al extranjero.


IV
―Escribe usted mucho, señorita  ―le dijo Diciembre―. Ella, sin expresión alguna, lo ignoró. Lo miró fijamente, y acabado el proceso se retiró como si él nada hubiera dicho.  Días después, sólo le sonrió, y ella una vez más lo volvió a mirar, ahora con algo de extrañeza.


V
Nadjube comenzó a ocupar poco a poco el pensamiento de Diciembre. Ahora acudía con la esperanza de verla, aunque ella no dijera ni hiciera nada. Esa última mirada de extrañamiento, le hizo creer que por fin se había dado cuenta de que él existía, que no era un trabajador, sino una persona. 


VI
Después de poco más de un mes, Nadjube regreso al correo. Diciembre la recibió con una sonrisa, llena de un afecto tal, que cambió el rostro tenso de ella, por uno más suave, quizás tierno.

―Tiene usted muchos amigos ―le dijo Diciembre. Nadjube, por fin le contestó―: Solamente unos cuantos. Pero siempre estoy sola. ―Diciembre no supo qué decir―.

Nadjube lo miró. ―Así es mejor―. Luego se retiró sin más.

Con las palabras de ella dándola vueltas en la cabeza, se dijo a sí mismo que no dejaría que una mujer así estuviera sola.


VII
Como Nadjube acostumbraba las visitas a los cafés, a veces las charlas, fueron a uno con decoración rústica de madera, donde en lugar de arbotantes a medía luz, sólo alumbraban velas. 

―Como sabes, soy trabajador del correo. Pero tú, ¿a qué te dedicas? ―preguntó Diciembre, con el timbre que da a la voz, la inseguridad de no saber si con la pegunta podría incomodarla―. 

―Ya lo sabes ―contestó Nadjube. Diciembre la miró sin comprender―.  Me dedico a estar sola ―continuó ella―.  Diciembre vio en la respuesta desencanto. 

―Escribo ―dijo por fin Nadjube―. Tú ya me lo habías dicho hace semanas en el correo. No contesté aquella vez para no desmentirte, pues es verdad. Escribo mucho. A veces no duermo durante días por estar escribiendo. Paso las horas sentada frente a los papeles, en un viejo escritorio que me regaló mi hermano hace años. Él siempre me decía: serás escritora. Y terminé siéndolo, justo como Él lo dijo.

―¿Y Él es escritor también? ―preguntó Diciembre―. No, Él no escribe ―contestó Ella―. Es artista. Vengo de una familia de artistas. Nuestra madre y nuestro padre nos enseñaron. 


VIII
―Hace tiempo que salimos y nunca nos hemos tocado, ni siquiera rozado las mejillas en un beso. Estamos como extraños ―dijo Diciembre una tarde ensombrecido―.

―Recuerda cuando te dije que siempre estaba sola. Eso es verdad. No conozco el amor ni la amistad mas que como un rasgo, como un sentimiento que únicamente puedo ver en los demás. Sé que tú me amas, que deseas estar conmigo ―la frialdad de las palabras entristeció a Diciembre―.

―Sí, lo recuerdo perfectamente. Desde entonces, supe que mi alma deseaba que no estuvieras sola. He visto tu mirada sin emoción alguna. Y he pasado noches enteras sin comprender porqué, aun cuando a veces parece que sonríes. Tu sonrisa y mirada son inexpresivas ―el rostro pétreo de Nadjube se mantuvo igual, como si no lo hubiera escuchado, como si él no hubiese hablado―.

―Es mi trabajo de artista lo que me impide gesto alguno ―respondió con simpleza―.

―¿Es, entonces, que el arte radica en la tristeza?

―Yo soy así, Diciembre, siempre he sido así, y siempre lo seré: entregada más que nada a las cosas que hago. Y aunque a mi alrededor hubiera muchas personas, ninguna podría estar verdaderamente conmigo. Mi trabajo sólo es posible en la soledad, sin nadie, sin ningún tipo de sentimiento que me ligue a la gente. No puedo quererte. Los únicos lazos son con mi padre, mi madre amante de los ángeles, y mi hermano, manipulador de las almas con las palabras. Cargo la misma historia de desamor que ellos. No sé si mi padre amó a mi madre, o mi madre a mi padre. Mi hermano, alguna vez pareció estar enamorado de una hermosa mujer que era, además, sensual. Ella parecía amar a todos en su cama, pero nunca quiso en realidad a nadie. Sólo mi hermano tocó su corazón. Lo amó, pero, igual que yo, él solo pudo darle indiferencia. Las ropas se le volvieron blancas, mas la imposibilidad de ser amada por Él, le volvió negra el alma.  Él estaba destinado igual que yo a la soledad. Mi padre le dejó el peso de perfeccionar la obra que él había empezado, pero murió por ello. Y yo, ahora cargo el peso con el que no pudieron. 


IX
―Te he extrañado mucho, Nadjube, desde aquél día. No viniste en mucho tiempo. Pensé que te habías marchado al extranjero, o a provincia ―dijo Diciembre―.

―Fue algo de eso. Pero he regresado para continuar con lo que aquí falta ―contestó Nadjube―.

―¿Y por qué, si escribes, nunca escribiste una carta para mí? ―pregunto entristecido―.

―Es cierto, escribo hasta sentir el vértigo en el alma que me falta. Pero eso no te importa.    

Sólo vine para entregarte unas palabras. No pienses que siento algo por ti. No puedo sentir nada. Únicamente he decidido ser condescendiente. No hay nada extraño en eso.

Nadjube se dio la vuelta y desapareció poco a poco a través del frío y largo pasillo de mármol de la oficina de correos. Se perdió completamente en la luz del gran portón.


X
Ya en su casa, Diciembre comenzó a leer la carta mientras bebía una taza de café que le recordaba sus horas con ella.

Diciembre:

He regresado para compartirte una historia que escribí, y eso basta. Es una historia peculiar. Permanecía sentada frente a la gran ventana del café en el que durante tantas mañanas no me pudiste ver, y desde donde yo te veía sin que siquiera pensaras en mí, aunque muy en el fondo eras conciente de mi existencia. Ya me deseabas; me amabas por lo monótono de tus días, por la escasez de emoción y ausencia de verdaderos sentimientos, por tu incomprensible indiferencia ante cada paso de alguien en el mundo, y por la angustia de oír el despertador haciéndote conciente de que vives todavía. Me querías  por la imposibilidad de llorar, de saberte mutilado de las extremidades del corazón que son las que te permitirían volver a sentir. Amputado de esperanza, los pocos recuerdos de tu pasado y las escasas personas cercanas ―más bien lejanas a ti―, sólo te habían dado una prótesis de razón para vivir, que siempre, como toda prótesis, es falsa.

“Tú, un borracho, un niño drogado, Yo-viendo. El pequeño te arranca con un cuchillo un pedazo de carne de las costillas, el borracho de tres tiros te despedaza el corazón. Tus restos, a la orilla de la banqueta, tapados con un poco de periódico y cartón. Lo demás, es tu vida y ya la conoces.” 
Sin gesto alguno, terminó de leer la primera parte de la carta. Dio un sorbo a la taza de café que le acompañaba y continuó con lo que Nadjube había escrito para él.
    
Sé que ya estás en tu casa. He hecho durante el día todo lo posible para distraerte de la idea de abrirla antes de que llegaras y te recostaras en tu cama, en la que en estos momentos estás. Fue mi obra el choque de los carros, la pelea en la fonda donde fuiste a cenar, el ardor en tus ojos por el polvo y la basura que te cayó en ellos por el fuerte viento, que, además, amenazaba con arrancar de tus manos el sobre con mis palabras, mi historia, que ahora sabes no es más que la tuya. Estabas ansioso por leer. Pero no te arriesgarías a perderla.

En fin, ya lo estás haciendo. Esta carta no sólo contiene mis palabras. No te has percatado, pero es tu vida, lo que incluye tu muerte. No he querido que mueras como fue descrito tu deceso líneas antes. No es que vaya a haber gente en tu funeral, o alguien que rece por ti. Eso no cambia. No tienes amigos. Quiero para ti la indiferencia, lo anónimo de una solitaria cama, no la tranquilidad. Eso que ahora poco a poco hueles, es mi perfume etéreo, suave y un poco espeso como la neblina. Está en la carta, en mis palabras. Nadie sabrá que fui yo, nadie más que tú podrá olerlo con el efecto que para ti guarda. Cuando te encuentren, dirán que fue  muerte natural. Tú y yo sabremos que no es cierto, fue la muerte-fracaso. No tendrás mi carta entre las manos, se convertirá poco a poco en un aroma.

Sé que ahora me sientes, tus músculos se aflojan como si fueras a dormir. Cierra los ojos. No estás feliz, nunca lo estuviste. No esperes más, no hay vida más allá de mí, este es tú último instante. Disfrútalo, pues es lo que siempre quisiste. Nadjube no es mi nombre, era la forma de acercarme a ti, y de que te acercaras a mí. Soñaste alguna vez con él. Sé que ahora lo recuerdas, suena a música, en ese sueño lo dijiste. Han cesado los acordes: el silencio es la verdadera melodía.

Tengo que dejarte. Hay otras cosas que escribir. Sé que no fallé, y no te ha decepcionado conocerme. Tengo aún mucho tiempo, pero no quiero desperdiciar más palabras.


16-XII 
Nadjube


XI
La carta se evaporó de entre sus manos sin dejar rastro. Cuando lo encontraron, después de días, aún permanecía en su habitación grisácea una sensación lejana a madera húmeda y al aroma de los campos de café en la madrugada.  



EL DATO.-

En el año 2007 Ediciones Guidxizá publicó su segundo libro, al que denominó Los humanos mueren sonriendo, derivado del Primer Concurso de Cuento del Comité Melendre. En él cuatro jóvenes escritores compartieron relatos en torno a dos temas: ‘Mentira’ y ‘Muerte’.

El texto que ahora compartimos quedó en primer lugar en ‘Muerte’. 

[Texto publicado en Guidxizá, una mirada a nuestros pueblos, suplemento cultural del Comité Melendre, Año I, N° 25, Dom 13/Ene/2013. Se autoriza su reproducción siempre que sea citada la fuente.]